Desde que tengo uso de memoria, Kobe Bryant siempre estuvo ahí, siendo mucho más que una estrella del basquetbol. Recuerdo que cuando me mudé de la CDMX a un pueblo pequeño de Michoacán, Kobe Bryant estaba ahí. Llegué en mi infancia a un lugar nuevo y cuando me sentía sólo, caminaba a casa de mis tíos donde a un costado se ubicaba una cancha de basquet. Fue ahí donde conocí un poco más a Kobe, hojeando las páginas de Viva Basquet y viendo la afición que mi primo Marcos tenía por aquel jugador que se saltó la universidad. Recuerdo aquellos tenis adidas de Kobe que usaba para jugar.
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Kobe siempre estuvo ahí. De una forma omnipresente, pero a la vez también tan terrenal. En aquella época nunca pensé que, en algún momento de mi vida, el basquetbol se convertiría algo tan importante, al grado de que hoy en día es mi sustento. Recuerdo haber leído Dear Basketball y soltar una lágrima. La despedida de Kobe llegó en un momento en el que el basquet ya estaba por completo en mi ADN y me tocó seguir la gira del adiós, observar el último juego y ver como se retiró como la leyenda que fue, con 60 puntos a cuestas.
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Es difícil explicar, y entender, cómo fue que la muerte de alguien a quien no conociste fisicamente te puede llegar a afectar tanto. Es muy probable que sea porque nos muestra ese lado frágil de la vida que en tan sólo unos cuantos segundos puede llegar a dar un giro inesperado. Hasta en este momento tan trágico, Kobe nos deja una gran lección: el amor por la familia es infinito. El querido basquetbol me llevó a lugares inimaginables. Y Kobe siempre estuvo ahí. Estoy seguro que siempre lo estará, de alguna u otra forma. Gracias, Kobe y hasta pronto.
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